por Eduardo Marostica (*)
A raíz de la divulgación de una encuesta realizada por la ONG Argentinos por la Educación, en la que se le preguntó a los estudiantes qué cantidad de inasistencias tienen por año, se encendieron las alarmas, ya que aproximadamente el 40% de los encuestados admitió faltar más de 15 días.
El Covid-19 generó un antes y un después en múltiples sentidos, pero sobre todo porque muchos de los cambios a los que nos sometimos, con sus consecuencias subjetivas, todavía no se han dimensionado en tanto hecho traumático.
Nos vimos obligados a un aislamiento y a la necesidad de proseguir con algunas actividades, como la educativa por ejemplo, sosteniendo ciertas rutinas pero de manera virtual. Parafraseando al filósofo coreano Byung Chul Han, semejante experiencia no nos ha resultado gratuita para nuestra salud porque hubo un gran costo subjetivo.
Definitivamente no hemos salido airosos del blindaje emocional que nos impusieron durante ese tiempo el confinamiento domiciliario y la sobredosis digital. En este sentido, quienes transitaron la primaria y la secundaria durante la pandemia sufrieron un brusco cambio en la forma en la que hasta ese momento y tradicionalmente se transitaba la escolarización.
Antes del Covid-19, jamás había estado en discusión la obligatoriedad de la asistencia presencial en los niveles primario y secundario. Pero durante el sostenimiento del régimen escolar en pandemia, se tornó indispensable el uso de la tecnología y cada estudiante debió recurrir sin excepciones al uso de un teléfono celular, objeto hasta entonces denostado en el aula y señalado como pernicioso desde lo pedagógico. En tiempos de aislamiento social, preventivo y obligatorio todas las rutinas experimentaron un cambio rotundo. La frecuencia de las clases mutó, de repente, en un régimen semanal de encuentros on line.
El resto de las prácticas de aprendizaje -la mayoría-, quedaron para ser hechas en casa. Y fue así fue como el aula ingresó al ámbito familiar. Como había que paliar el déficit de un dictado de emergencia y a distancia, cada hogar asumió una entidad en el proceso formativo, por lo que no es extraño que ahora se ponga en duda lo imprescindible de la asistencia presencial.
Una amiga me confiaba que su hijo que cursa 5° año no quiere ir más a clases, ya que lo considera innecesario. En tanto, mis alumnos de la facultad aseguraban en plena pandemia que les convenía el régimen virtual “porque no perdían tiempo”.
El desinterés por asistir a la escuela y el descreimiento acerca de la importancia de los contenidos que se desarrollan entre esas paredes, configura un nuevo y complejo escenario por el que transita nuestra educación. Surgen muchas preguntas…
¿Sólo los contenidos son los protagonistas en el aula? ¿Hay algo de ese espacio real y concreto que me entusiasme o “me conmocione”, en palabras del pedagogo y escritor Carlos Skliar? ¿Por qué un adolescente podría considerar a esta experiencia una pérdida de tiempo? ¿Qué valor tienen en este momento de la historia las instituciones educativas como motor del desarrollo personal?
Deberíamos indagar exhaustivamente sobres estos interrogantes y sin duda proponernos otros nuevos, porque nos lo debemos como educadores de las nuevas generaciones y como sociedad.
(*) Psicólogo rosarino y autor del nuevo libro Los príncipes azules destiñen: supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones 2023).